Un hombre solo

LE HE VISTO media docena de veces. La última, estaba sentado en un banco en un parque. Yo me hallaba muy cerca, a unos metros. Sentí el impulso de preguntarle quién era, pero no me atreví.

Este hombre misterioso, de barba mal afeitada, viste un pantalón y un chaleco militar. Va tocado con una gorra. Aparenta tener unos 35 años y tiene una mirada ensimismada, como si el mundo no le importara. Lo que llama la atención de él es que siempre lleva un carro de compra de supermercado lleno de los objetos más variopintos. Hay muñecos, pelotas de goma, estuches, globos, una bandera española y, en general, bagatelas que probablemente han sido recogidas en la calle.

Anda cansinamente, empuja su carro como una cruz a cuestas y, ahora que lo pienso, tiene un aire de Cristo doliente. No es propiamente un vagabundo ni un indigente que se gana la vida en la calle. Parece más bien un peregrino en busca de un país que no figura en ningún mapa. Nunca le he visto hablar con nadie.

Albert Camus escribió que la rebeldía es el movimiento por el que un hombre se levanta contra su condición y la creación entera. El enunciado podría aplicarse a un indignado, pero no a este personaje silencioso y esquivo, que no se rebela contra nada. Por el contrario, parece aceptar su destino como el pájaro que canta en ese parque donde descansa unos momentos.

Da la impresión de carecer de prisa, de estar concentrado en algo que los demás no percibimos. Su quietud evoca la del monje de clausura que reza en su celda, en contacto con un Dios que a nosotros no nos habla.

Me pregunto de dónde viene este lobo solitario, quiénes son sus padres y su familia, si alguna vez ha tenido una casa o ha querido a alguien. Estas cuestiones me desazonan porque no tengo ninguna respuesta.

Me siento tentado a creer por unos instantes que el desapego supone una forma de sabiduría y que este hombre tal vez sea más feliz que yo. Pero es una falsa impresión: quien tengo delante ha sido golpeado por un azar siniestro, como otros muchos seres anónimos que sobreviven en las esquinas de las ciudades.

No hay más moraleja o conclusión que la imposibilidad de entender por qué el destino juega a los dados.